01 agosto 2006

El camino de la Cruz

Imagínate que tú eres Simón.
Has recorrido un largo camino para llegar a Palestina.
Tu hogar está en el Norte de África; pero tu, tu esposa y tus dos hijos, Alejandro y Rufas, viven ahora cerca de Jerusalén. En este día específico, te diriges hacia la ciudad temprano por la mañana. Esto es poco común.
Como ya saben, las personas en esta parte del país trabajan fuera de los muros de la ciudad saliendo durante el día, labrando la tierra, y regresando por la noche a la seguridad de los muros de la ciudad. Pero tal vez en esta ocasión se te olvidó el azadón u otra herramienta que necesitabas para tu trabajo en el campo. Y entras a la ciudad apenas a tiempo para encontrarte con una extraña procesión.
Puedes ver soldados que tratan de controlar a la turba, sacerdotes y dirigentes con sus largas túnicas, y personas de todas las posiciones sociales. Todos siguen a tres hombres que cargan sus cruces.
Observas a nueve hombres que siguen a la multitud a corta distancia; la tristeza y la vergüenza se dibujan en sus rostros.
Examinas detenidamente a los tres hombres que obviamente son los condenados. Dos son ladrones: hombres rudos, con musculatura bien desarrollada y rostros ásperos; luchan continuamente con los soldados que los obligan a avanzar.

Están bien capacitados para soportar la carga que les han puesto sobre los hombros.
El tercero también es fuerte, bien dotado y musculoso. Ha trabajado la mayor parte de su vida en el taller de carpintería, sin la ayuda de herramientas de alto poder.
Pero se percibe algo diferente en él. Tiene una expresión en el rostro que llama la atención.
Lo han golpeado duramente y se ve abatido. Su rostro evidencia que ha pasado por una experiencia que los otros dos obviamente no han soportado. No le han dado alimentos ni agua desde el día anterior.
Ha luchado solo con los poderes de las tinieblas en el jardín de Getsemaní. Lo han juzgado no menos de siete veces. La turba atrevida lo ha golpeado abusivamente. Dos veces lo han azotado. Y ahora, su naturaleza humana no puede más. Frente a tus propios ojos, cae desfallecido bajo el peso de la cruz.
De los nueve hombres que son sus seguidores, seguramente uno de ellos se adelantará para ayudarlo en este momento que es el más crítico para él.
Tres de los doce que conformaban su grupo no están allí.
Uno yace muerto y quebrantado al pie de un árbol a corta distancia.
Otro, todavía está tendido en el jardín llamado Getsemaní con el corazón quebrantado por haberlo negado como su mejor Amigo.
El tercero llegará un poco después, para nuestra sorpresa y gozo.
Pero estos nueve hombres permanecen detrás de la multitud.
Están llenos de tristeza y agobiados por la desilusión. Se mantienen a la distancia. Están llenos de tristeza por el dolor de su Maestro, pero aun así mantienen su distancia.
El miedo y la vergüenza los dominan. Ninguno de ellos está dispuesto a ofrecerle su apoyo.
Y tu, Simón, te quedas sorprendido y consternado. Tú no eres de los que se intimidan. No te quedas callado. Así que exclamas:
“¡Esto es increíble! ¿Por qué no hay nadie que ayude a ese hombre?”
Los soldados escuchan tu comentario. Realmente no sabían qué hacer.
Es obvio para todos los observadores que Jesús ya no puede seguir llevando su cruz. A duras penas podría sostenerse de pie aun sin el peso adicional del madero.
Así que los soldados gustosamente te toman por la fuerza y colocan la cruz de este Hombre sobre tus hombros.
Tal vez tu primera impresión es pensar, “Pues, me lo merecía por haber abierto la boca”. Pero al tomar la cruz y unirte a la procesión, escuchas el nombre de Este, que despierta tu simpatía. Es Jesús.
¡Jesús! Recuerdas que tus dos hijos, Alejandro y Rufas, te han contado mucho acerca de este Hombre. Ellos ya lo habían visto.
Escucharon sus enseñanzas. Llegaron a casa con los rostros emocionados, diciendo que ellos creían que él era el Mesías.
Tú decidiste investigar este asunto algún día, pero ese día nunca llegó.
Ahora te obligan a llevar su cruz.
En este momento me gustaría hacer una pausa en la historia.
Me gustaría preguntarte si alguna vez te han obligado a llevar una cruz.
¿Eres un miembro de iglesia de segunda, tercera o cuarta generación, cuyos padres y abuelos te han obligado a llevar la cruz?
¿Eres un joven proveniente de un hogar cristiano a quien obligan a llevar la cruz?
¿Eres un obrero, ya sea maestro, ministro u otro profesional, que con el deseo de retener tu empleo, te sientes obligado a llevar la cruz?
Me gustaría recordarte que no todo es negativo.
Por favor, no pierdas de vista las bendiciones de Simón al continuar con la historia.
Tú sigues cargando la cruz hacia el Calvario, y comienzas a mirar a la gente de la multitud.
Los sacerdotes y dirigentes se han confabulado con lo más bajo de la sociedad, insultando y mofándose de Jesús en su misma cara.
Abuchean y gritan como el resto de la gentuza.
Los soldados con sus látigos y espadas siguen tratando de mantener a la procesión en marcha, aunque notas que frecuentemente uno de ellos se da vuelta para mirar a Jesús y no le quita la mirada de encima.
La turba está compuesta mayormente por ese tipo de personas que gustan de las emociones fuertes, sin importarles la fuente.
Son de los que pueden formar parte de la procesión triunfal un día, gritando “¡Hosanna al Rey!”, y luego unirse a otra gritando “¡Crucifíquenle!”, sólo porque es popular hacerlo.
Son los que siempre se identifican con las corrientes populares.
No piensan por ellos mismos, simplemente siguen voces, y se unen a ellas para gritar más fuerte en un momento dado.
Hay algunos que fueron sanados por Jesús, lo cual comprueba que se requiere más que un milagro para convertirse de corazón.
Algunos llevaron a sus seres amados a Jesús y recibieron la ayuda que él jamás rehusó darles.
Pero ahora, simplemente forman parte de la turba, se pierden en la muchedumbre.
La procesión se detiene.
Cerca de allí hay un grupo de mujeres, mujeres con una naturaleza sensible. Mujeres de cuyos ojos fluyen lágrimas espontáneamente cuando se enfrentan al dolor y la tristeza.
Pareciera que estas mujeres son las únicas en las cuales Jesús se fija.
Se detiene a conversar con ellas.
Nos gustaría pensar que eran verdaderas creyentes en Jesús, que lo aceptaron como Mesías y lloraban por él porque lo amaban como su Señor y Salvador.
Pero la evidencia indica que simplemente lloraban por el drama y la emoción del momento.
Es posible llorar hoy, si se presiona el botón indicado del sistema nervioso. Las lágrimas pueden fluir y luego dejar de hacerlo, y la persona permanece igual. Tal vez es por eso que Jesús les dijo:
“No lloren por mí, lloren por ustedes mismas y por sus hijos”.
El trata de ir más allá de la emoción del momento, hacia la verdadera necesidad de sus corazones.
De repente, tu ves al tercero de los discípulos que faltaban.
Es Juan el discípulo que siempre ha estado allí, al lado de Jesús. El no ha abandonado a Jesús en el tiempo de crisis.
Está apoyando a María, la mamá de Jesús, en el momento que más lo necesita. Es posible que Juan hubiera llevado la cruz de Jesús si no hubiera emprendido esta otra tarea.
Ahora camina con Maria mientras ella avanza lo más cerca que puede de su Hijo.
Tú observas a Maria unos momentos. Su rostro está cubierto de lágrimas. Se recarga sobre Juan, en busca de apoyo, pero sigue con determinación las pisadas de su Hijo amado.
Tal vez este recordando aquel día cuando se le apareció el ángel con el mensaje de que pronto le nacería un hijo.
Tal vez aflora a su mente cuando era un niño de ocho años, con un rollo de las Escrituras debajo del brazo, que se dirige hacia las colinas temprano por la mañana para pasar unos momentos de comunión continua con su Padre celestial.
Tal vez recuerda el día cuando él cierra la carpintería, se despide de ella con un beso, y sale en una extraña misión.
Quizá recuerde, con el corazón quebrantado, sus palabras que profetizaron este evento.
Tal vez recuerde las palabras de Simeón en el templo: “Este está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha y una espada traspasará tu misma alma” (Lucas 2:34, 35).
En este instante, la espada penetra dolorosamente.
Pero por todo el camino, observas más a Aquel cuya cruz cargas sobre tus hombros.
Se te deshace el corazón al ver la intensa agonía que sufre.
Puedes ver su paso inseguro, su forma encorvada, sus gotas de sangre que fluyen sin cesar.
Puedes ver la mirada de paz y aceptación aun entre tanto dolor.
Puedes ver su disposición a recorrer el camino del Calvario.
Los ladrones luchan y tratan de escapar. Los soldados deben vigilarlos diligentemente y mantenerlos en línea.
Pero éste, cuya cruz tu llevas, es diferente. El camina por su propia voluntad, aun cuando sólo puede poner un pie frente al otro.
Tú no puedes menos que mirar y maravillarte hasta llegar al destino final.
Los soldados romanos tuvieron que dominar a los ladrones para colocarlos sobre su cruz. Pero Jesús humildemente se somete, se acuesta y estira los brazos sobre la cruz mientras los soldados van en busca del martillo y los clavos.

Se oyen los sollozos de su madre, las maldiciones de los ladrones y los soldados y los insultos de la turba.
Luego se escucha la dulce voz de Jesús, y tu te acercas para oírla. Escuchas que dice: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
De repente… tu corazón se quebranta con amor por este hombre. Y clamas: “Padre, perdóname a mí también. Perdóname por esperar. Perdóname por postergar el momento de conocer más a este Hombre. Perdóname por dudar cuando mis hijos me hablaron acerca de Jesús. Y perdóname por el resentimiento que tuve cuando me obligaron a cargar tu cruz”.
Y luego lo miras con ojos llorosos, y él te dice: “Gracias, Simón. Gracias por llevar mi cruz”.
Y tu lo miras a él y le dices: “Gracias, gracias a ti Señor”.

Al terminar este recorrido, has podido observar cómo trataron a Jesús. Al final, sólo quedan dos opciones: Tú puedes estar con los soldados que clavan a Jesús en la cruz, crucificándolo una vez más.
O puedes estar con Simón, cargando la cruz. ¿Por cuál opción te decides?




Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.

LA BIBLIA Juan 3 v.16

MINISTERIO UNO EN EL SEÑOR

MINISTRY ONE IN THE
LORD

Pastores Jose Maria Abraham y
Rosa de Abraham

Shepherds Jose Maria Abraham and Rosa de Abraham


eXTReMe Tracker